martes, 15 de febrero de 2022

 EN VANO CRUDA GUERRA

Héctor Tizón

El demonio dijo: Si esto han hecho conmigo los

invasores, ¿qué harán con vosotros, flacos y miserables?

PEDRO LOZANO S. J., Descripción orográfica del Gran Chaco Gualamba

Una mañana temprano, Tobías, cavando en el cercado, desenterró un dios antiguo. Llamó entonces a Isabela, su mujer, al compadre Diógenes y a un hijo de éste, muchacho aún, que —en tránsito al pueblo— desde la víspera habían pedido posada. Y entre todos, luego de observar en silencio la piedra durante un día, conjeturaron que eso debía de ser mal agüero.

Isabela, que al salir al patio y mirar hacia el poniente recién amanecido había visto la figura diminuta de un hombre camino de la casa, se aderezaba los cabellos con la sejraña y pensaba, confusa, divagando. Menos de dos años habían pasado desde que Tobías, al enviudar y sin que transcurrieran los nueve días de luto y llanto, la tomara por mujer, acatando unas rogativas de la propia difunta, de quien ella era entenada. Desde entonces estuvo encinta por tres veces. Ella aprendió a conocerse en ese estado por las arcadas y las orinas oscuras que padecía y porque sus ojos se le llenaban de una luz muy transparente; pero todas las preñeces fracasaron. La última vez, Tobías había perdido la paciencia y la castigó con un lazo, acusándola de no poner atención ni ganas suficientes. Después él, apenado y solo, permaneció tres o cuatro días con sus noches tirado en su yacija con el ánimo desabrido, con los ojos abiertos en la oscuridad del cuarto, sin sueño; o afuera, contemplando las montañas, la tierra vacía, como si la viese por primera o por última vez. Todas las ofrendas, los abanicos de plumas, el agua de lluvia verde, los ramilletes olorosos fueron en vano hasta ahora; las cosechas disminuían, los niños no querían nacer o morían enseguida y los mozos se iban sin dejar rastros. Se había visto la sombra de un pájaro planeando en los atardeceres, y alguien creyó verlo, también, sentado en una roca, muy lejos. Consultaron al viento, atisbaron los ojos y el trote de las vicuñas, la forma y derrotero de las burbujas del agua hirviendo, y esperaron.

Isabela tuvo tiempo de cocer las habas y salpresar unos cuartos de cordero hasta que el caminante apareció junto a la pirca, ya el sol franco.

— ¡Si había sido don Tomás! —dijo Isabela entrando en la casa para llamar a su marido, que aún estaba echado, confuso y agrio por la borrachera de la noche.

—Se saluda —dijo el recién llegado.

Tobías mandó a su mujer por una tutuma de leche de oveja para convidar al huésped, a quien también le ofertaron la única silla, que no aceptó. Entonces ella quedó apartada, pero atenta, y los dos hombres, sentados en el suelo, hablaron sin asombros ni prisa. El recién llegado contó que regresaba del pueblo y que allí, por el alboroto, se había anoticiado de que el señor Gobernador vendría para las fiestas; dijo también que había cumplido todas estas leguas para ir a colocar comida en la manita de su hijo enterrado, y el dueño de casa le hizo saber lo del agüero. Aunque el visitante era dueño de un campo no tan yermo, de una vaca y una manada de treinta ovejas muy laneras, quedó al cabo preocupado como el otro, porque la mala sombra es contagiosa y así el mismo dolor sienten los calvos que los pelados al arrancárseles un cabello.

—Esta mujer no pare —dijo Tobías, en tanto el viento, que empezó a soplar levemente, trajo un olor a esporal quemado—. ¡Quién sabrá por qué, pues!

El otro salivó apenas, quizá pensando en el arbusto quemado, y dijo:

— ¿Quién estaría siendo el padre de ella?

—Quién sabe —dijo Tobías. En eso, un carnero oscuro y sucio vino a rascarse el lomo contra el madero del portón desvencijado.

—Eso ha de ser, don Tobías. De nada somos seguros hasta no saber de quién descendimos. Mire usté las llamitas, las guachas son poco vientres, o apenas nada. De puro desconfiada será que la Isabela se afloja y anda botándolos.

II

Las primeras salvas de los viejos fusiles, tomados en préstamo a nuestro señor Santiago, anunciaron con bastante anticipación la llegada del Gobernador y su escasa comitiva al pueblo. Por esa época el río no tenía vado seguro y ello decidió el uso de un aeroplano de cuatro asientos, el único por entonces en todo el norte del país, al comando del piloto Rubén Arismendi, acróbata del aire, soltero y de cabellos engomados.

Desde muy temprano también comenzó la afluencia de los pobladores, gente de a pie, los más, vestidos con lo mejor, que descendieron de las faldas a esta parte del río, para ir a reunirse poco a poco en la plazuela, uno de cuyos lados daba al edificio municipal y otro a un baldío donde se había instalado una feria de mercaderías y bestias.

Aparte de las descargas de fusilería, sonaron bombas de estruendo y muchas de las ovejas de los aledaños, inquietas, comenzaron a balar. Un cartel, pegado sobre el muro de la municipalidad, anunciaba el programa de ese día: “Salvas a la salida del sol. Concentración de autoridades, escuelas, delegaciones y gente común, en la plaza. Desayuno con recitado de dos niñas. Certamen del Gallo Ciego y, al mediodía, Saludo y Discurso de su Excelencia y Acrobacia a cargo del piloto don Rubén Arismendi”.

Hacia la media mañana, Tobías y su mujer llegaron al pueblo; también venía con ellos un perro ovejero negro y flaco. El aire, quieto y transparente, era casi frío y agrandaba la visión de los cerros, a lo lejos. En el llano, más allá de los campos sembrados, el viento, de vez en cuando, levantaba remolinos de polvo que se elevaban súbitamente al cielo como columnas de arcángeles. Isabela, al observarlos, quería hablar, decir algo, pero también sus labios estaban hueros y no pudo; Tobías tampoco dijo nada, tan sólo miraba, sin pestañear ni mover los labios, con el sombrero puesto hasta las cejas; observaba el cielo ancho y sin nubes, apenas menoscabado por unas hebras de humo de las bombas de estruendo, que lentamente desaparecían y, a lo lejos, una franja verdeazulada y, de pronto, por un momento, se sintió alegre y esperanzado como cuando, en los diciembres, bajaba al valle con los demás a veranear la Virgen. En eso estaban cuando el perro negro comenzó a trotar hacia un costado, apartándose. Tobías y su mujer lo vieron desaparecer en dirección de la feria y él se quedó pensando en la flacura de su perro, a quien se le iban secando los huesos por el mal hábito que había adquirido de comer sapos.

A la distancia, en el centro del pueblo, una banda de sicuris y bombos comenzó a tocar, cuando en el cielo apareció el aeroplano y todos echaron a correr, contagiados por el espanto de las llamas y las ovejas.

III

En el negocio de Cosme Aguaysol, boliviano afortunado y el único hombre obeso que se había visto en más de cincuenta años en la comarca, sentado a una mesa de mantel floreado y en compañía de otros dos ciudadanos, estaba Arismendi, el piloto, botas altas abotonadas, negras cejas, lunar en la mejilla, bebiendo anís con agua y riéndose con cierto escándalo, como ríen los del sur. Efectuado el aterrizaje entre nubes de polvo en un campo llano vecino a los maizales, había mandado que sujetaran las ruedas del avión con una soga, para protegerlo del viento.

—Les di una pasadita, volando bajo. ¿Lo vieron? ¡Los yutos corrían como bestias a la barranca! Un poco más y los tiro al río.

— ¡Iba a quedar sin fiesta el señor Gobernador, don Arismendi!

—Sí pues. Y ni falta que le hace; él también se divertía. Se ve que viene por joder nomás. Con estos pocos votos, ¿para qué?

Aguaysol, desde su puesto detrás del mostrador, observaba con atención solapada al grupo de extraños.

—Además, los votos, digo. ¡Esta gente siempre vota para el carajo!

—Si se los deja solos, don Arismendi. ¿Lo estamos olvidando?

— ¡Nunca! —dice Arismendi—. Sería como darle una pistola a un mono.

En uno de los rincones del bar había dos hombres más, sentados, oscuros, botella de vino de por medio, sin hablar ni mirar a nadie, como dormidos o muertos.

— ¿Usté sabe lo que dice el Senador? —En eso, una detrás de otra, estampieron dos bombas en la plaza. — Dice que, de Yala al norte, habría que echar unos tigres de Bengala, para que se los coman.

— ¿Unos qué?

—Tigres de Bengala; comilones de gente; y después traer a otra, de otros lados.

En ese momento, con mucho agobio y el apoyo de una garrota, luego de mirar por unos instantes desde la puerta, entró un anciano, quitándose el sombrero. Por detrás, a pocos pasos, curioso, viene el perro de Tobías. Arismendi lo ve y continúa:

—Para peor, estos tipos viven más años que los loros; ya ven a éste. ¿Cuántos años tiene, don?

El anciano no parece oírlo ni verlo y sigue su lento andar rumbo al mostrador, pero Aguaysol le advierte que le están hablando.

—Unos buenos días, mi señor.

—Digo que cuántos años tiene usté.

— ¿Cómo?

—Que qué edad tiene, decimos.

— ¿Edad mía? ¡Cuál será, pues! Vaya a saber, señor. Muchita ha de ser.

El perro de Tobías comenzó a gruñir.

— ¿Suyo de usté es ese perro flaco?

—Aquí estoy por mercar unos clavitos y algo de azúcar —dice el viejo.

—Digo, ese perro negro. Tiene parásitos.

Ahora se oían también aquí los sones de la banda de sicuris y al patrón obeso se le cayó una botella de las manos, vacía, y se rompió contra el suelo.

— ¿Qué es lo que trae, don Lucas? —El viejo, con mucho trabajo, abrió un trapo ya sin color y se lo enseñó.

—Poquita cosa es —dijo Aguaysol. Los demás ahora observaban en silencio—. ¿Qué podré darle por eso?

—Sí —dijo don Lucas—. Será pues azúcar y unos clavitos de ayuntar madera.

— ¿No tiene más?

—Pues sí tengo, mi señor.

— ¿Y dónde está? Traigaló.

—Ta extraviao. Sale poco, ahorita.

— ¿De dónde trae ese oro, viejito? —preguntó Arismendi, que se había puesto de pie. El anciano no pareció oírlo, ni verlo, y dijo:

—Poquita cosa.

— ¿De dónde viene? —insistió el piloto, poniendo una mano en el hombro del viejo.

—Lejos es, mi señor.

— ¿Cómo de lejos?

—No hay sol ahí; trastornando el río de las Burras, lugares demás réfalos, por la escarchita... ¿De esos clavitos cabezones, tenís? —El viejo miraba al almacenero y sonreía por la ranura de sus ojos casi blancos.

—Tendremos que tantearlo, nomás; se me ha roto la balanza.

El perro flaco comenzó a gruñir nuevamente y Arismendi le tiró una patada.

—Ta helándose el fuego de la tierra —dijo el viejo, sin mirar a nadie.

— ¿Cómo?

—Su corazón del fuego es de este orito... El señor obispo hai tar sabiéndolo.

Aguaysol le dio una docena de clavos y el anciano se fue sin oír nada más, sin ver a nadie, lentamente y en silencio, como si todo estuviese muerto.

En el rincón, apoyados en la mesa, los otros dos que bebían sin hablar ni moverse, se habían dormido.

—Ya ven —dijo Arismendi—. Ya lo estamos viendo.

Nadie más dijo nada.

IV

Tobías, sentado en una piedra junto a su mujer, comía un pedazo de pan. Esperarían allí todo el tiempo porque habían venido para eso. El señor Gobernador tendría que saberlo. Seguramente lo sabría y les haría la merced de decírselos; porque era autoridad. Tobías masticó dos o tres bocados del pan y le dio el resto a su mujer. El perro comedor de sapos se les había vuelto a reunir y yacía de barriga, aparentemente ajeno, con el hocico apoyado en sus patas delanteras, aunque atento a las moscas, que lo inquietaban porque en su lugar no las veía siempre.

Tobías, en cambio, sí conocía moscas, y también, una vez, había visto un tren, a lo lejos; y ahora, con Isabela, habían visto un gato blanco; buena señal. A poca distancia, entre un grupo de gente, descubrieron al compadre Diógenes y a su hijo mozo, y fueron hasta ellos. También estaban, juntos o muy cercanos, Candelario Cruz, Juan Zerpa, apodado don Zerpita por lo mermado de su talla, Matías Sustituto Luere y don Juan Arias, con sus tres hijos y tres entenados, dos de ellos sordomudos, Domingo Sarapura, un Encarnación Rosales, quien de mañana temprano había extraviado a su abuelo que andaba en busca de unos clavos, y varios conocidos más; sin contar las mujeres. Don Zerpita traía una botella de alcohol, que destapó para el convite, y al cabo todos fueron en dirección de la casa municipal, para esperar en ese lugar, donde incomprensiblemente había crecido un sauce muy coposo, pero no debajo del árbol, porque desconfiaban de la sombra de los árboles.

Allí, mientras esperaban, entre todos recordaron, diciéndolo o de mero pensamiento, los días aquellos cuando vino el maestro de escuela y el cura trajo el órgano y les enseñó a cantar misa y vísperas y canto llano y echó agua en la cabeza de los niños y sal en sus labios.

Sonaron algunos cohetes con gran escándalo de los perros, que corrieron a buscar refugio entre los hombres.

Candelario Cruz esperaba al Gobernador para pedirle que pusieran a su hijo en la Armada; había oído decir que en el mar a los hombres se les suelta la lengua y se hacen sabios, y aquí andábamos muy necesitados de gente que supiera qué íbamos a hacer. Antes, los mandamientos y las leyes eran en verso y todos los conocíamos, ahora están escritos en papeles y sólo de monaguillo para arriba los conocen, los demás andamos como los ciegos.

Matías Sustituto había venido para entregar a las autoridades un recado dirigido a su mujer, a quien hacía cuatro años se llevaron para el sur, a servir, y desde entonces no había vuelto.

Apoyado contra unas piedras amontonadas que esperaban destino, Tobías observaba con sus ojos neutrales todo el movimiento de la fiesta; el cielo claro, aunque ahora con algunas manchas plomizas hacia el poniente y, más allá de los baldíos deslindados por bajos cercos de adobe, los penachos de un maizal secretamente movidos por la brisa; debidamente apartada, pero no lejos de él, su mujer —de apenas catorce años, según sus cuentas— sentada en el suelo hilaba, sin levantar la vista de su rueca. El fuego que encendieran al llegar con algunas raíces secas, enrarecido, acababa de morir por abandono.

Domingo Sarapura tenía un papel guardado debajo de su camisa, escrito hacía mucho, para entregar al Gobernador, donde se hablaba de unos títulos y unas mercedes viejas. A poco, la botella de alcohol quedó agotada y don Zerpita, que descendía de uno de los alzados y fusilados en Yavi, no hallaba qué querer. Tampoco las mujeres lo sabían.

Desde la casa municipal llegaban el ruido del banquete, las voces y las risas de los principales rodeando la larga mesa del Gobernador, los discursos floridos y el son de la música.

De pronto crujieron los portones, se oyeron unos aplausos apresurados, y apareció el Gobernador; los que esperaban trotaron para verlo mejor, aunque enseguida fueron obligados a detenerse. Todos prepararon sus petitorios. Pero el Gobernador inició de inmediato un discurso y habló sin pausa acerca de la grandeza de nuestro destino nacional, comparó a la bandera con los colores del cielo, y luego regresó; crujieron los portones de la casa municipal, al cerrarse, y al cabo, en el silencio de afuera, volvieron a oírse las risas, las salutaciones y la música, y un fuerte olor a corderos asados y a humazón de la gran pira en el centro del patio flotó en el aire por unos instantes, hasta que el viento se lo llevó. Los hombres que esperaban no se miraron entre sí, ni hablaron, ni se movieron. Pero todos alcanzaron a ver algo como la sombra de un ave, de un gran pájaro errante; el mismo que ya algunos habían visto posado en una piedra, en el páramo. El sol, pálido y grande, comenzó a irse y llegaron apuradas las sombras de la tarde. Entonces don Zerpita, aprovechando el silencio, rompió a llorar, como suelen hacerlo en esta tierra los hombres cuando están borrachos.

— ¡Ay, madrecita, llenura de desdichas!

Tobías levantó la alforja donde llevaba el avío y ofreció su mano a Isabela para ayudarla a ponerse en pie; ella recogió la rueca y unas flores amarillas que esa mañana había comprado en la feria y juntos, con el perro comedor de sapos, siguieron a los demás. En el andar se les juntaron otros. Y todos, sin hablar ni concertarse, como una claridad develada en sueños o al fondo de la memoria tenebrosa, lo supieron. La noche confundió los cuerpos y echaron a andar, recogiendo algunas piedras en el camino, cruzando los baldíos en dirección de los maizales y del campo.

V

Al alba del día siguiente el sol había devuelto la naturaleza aparente de las cosas. El viento se fue con la noche y casi todos dormían a pesar de la destemplanza y de la gula, excepto el Gobernador y su escasa comitiva, prontos a regresar.

Arismendi, el piloto, fresco y bien dormido cruzó el campo y, cuando estuvo a pocos pasos, observó, al principio con estupor, que el aeroplano estaba fuertemente amarrado con lazas —que rodeaban su cuerpo, con algunas abolladuras, sus alas, el eje de sus ruedas—, sujeto al suelo con estacas y grandes piedras. Llamó entonces a los demás, a gritos y, cuando los primeros de la comitiva estuvieron cerca, dijo:

— ¡Ya ven! Les dije una sola cuerda a estos idiotas. ¡Miren cómo lo han hecho! ¡Como si estuviera preso!

Desde el maizal vecino, sin haber dormido, ocultos entre las chacras, los hombres observaban, sigilosos y atentos. Tobías Colque, que esa noche, al campo raso había yacido con su mujer, ahora la tenía de la mano y miraba al frente. Ni siquiera don Zerpita se había rendido; los tres hijos y los tres entenados de don Juan Arias reían sin mesura y querían salir de entre las plantas. Encarnación Rosales había encontrado a su abuelo, con un paquete de clavos en el bolsillo, ahora sin su bastón, extraviado en la noche. El viejo también miraba hacia el centro del campo, con sus ojos blancos. A lo lejos, balaron unas ovejas cautivas en la feria y se oyó a los hombres vociferar. Pero ellos ya no estaban inermes ni desnudos, ni ensuciados. Entonces el viejo Lucas se puso de pie y su estatura llegó hasta las mazorcas y habló y en su voz estaban el viento y el agua y el aleteo susurrante de los pájaros al recogerse cuando cae la noche.

viernes, 9 de julio de 2021

¿QUÉ ES LA POESÍA?

Apartado 2 del capítulo I: Haiku: estudio preliminar, del libro El zen en la literatura y la pintura, Samuel Wolpin, editorial Kier, 1985, Buenos Aires.     

«Las palabras tienen un uso determinado, pero aún las palabras más nobles no son sino ruidos en el aire. Mueren, y al morir sobreviene el silencio, el silencio y un índice que señala el Camino».

Esa poesía tan sintética como es el haiku sólo se hace visible al lector cuando éste aporta su cuota, no en el sentido de completar el cuadro, ni en el de desentrañar el simbolismo que expresa, sino en el presupuesto de que el lector vive la poesía, vive el zen, que es la única manera de saber algo sobre la poesía, algo sobre el zen.

Lo poético ha sido enfocado en Occidente bajo distintos colores de cristal. «Poético» -dice Blyth- puede adscribirse a tres significados diferentes: el poeta, el sujeto (tema) del poema y el poema mismo; Burns, la rata o el poema que él escribió sobre ella. Burns era un poeta. Esto  significa que por sobre otros hombres, él vio la Vida de la vida. También era un poeta que escribió poesía; esto es, el poder latente en él se expresaba en lo que el siglo XVIII llamó «números armoniosos». Pero Burns en el vacío carece de significado: él necesitó la rata. Esa rata era un tema poético; ¿no lo era? Muchos labradores han tumbado antes nidos de ratas, sin pensamientos ni sentimientos poéticos, pero Burns los expresó; no tan sólo sus propios sentimientos personales, sino los sentimientos del hombre, de Dios, hacia la rata. La rata está bien, así como es, pero es trabajada por decirlo así como un objeto poético de la mente. Algunas personas prefieren las Ratas, algunas el poema sobre la rata.

Es una cuestión de gusto, de temperamento, y no hay disputas ni odiosas  comparaciones que hacer.

«Belleza es verdad, verdadera belleza» (Keats).

Keats quiso significar que mientras más se adentra alguien en la belleza, más la hace suya, más se sumerge su vida en la belleza y más se acerca a la realidad. No obstante, desde Aristóteles hasta Arnold se consideró que era necesario un gran tema para la poesía. Arnold dice que la trama lo es todo. Es inútil para el poeta imaginar que él tiene potencialmente todo; que él puede hacer de una cosa intrínsecamente inferior igualmente deliciosa como una excelente por la manera de tratarla. Wordsworth se mantiene fuera de esta tradición por instinto y por elección. Él elige al viejo, al pobre, al idiota, al errante, pero no prueba hacerlos deleitables para nada. «Nada es inferior o superior, delicioso o repugnante, sino que el pensamiento lo hace así».

Entonces, ¿qué hace de algo un gran tema? La respuesta es que por una parte es una concesión a la debilidad humana que ve la casa ardiendo desde el camino más terrorífica que las llamas del sol, un dolor de muelas más trágico que un terremoto o una epidemia. Por otra parte, el gran tema es en su naturaleza más rico sólo por mera cantidad y masa. El hecho de que Lear es un rey, Hamlet un príncipe, Otelo un general y César un emperador, agrega a la fuerza trágica de la acción, pensado intrínsecamente, pero no son más trágicos que Jesús, el hijo del carpintero: es el poeta el que decide el significado y la relación de calidad y cantidad.

Y no se puede cerrar este tema sin recurrir in extenso a Aldo Pellegrini quien supo, como ningún otro, definir para qué sirve la poesía, frase que cierra el presente capítulo y que puede colocarse sin que resulte chocante sólo al final de una larga cadena de acotaciones.

No se encuentra, dice el traductor al español de los surrealistas franceses, nada en la naturaleza que esté exento de poesía. Pero, ¿en qué consiste esa extraña cosa que existe en todas partes  y al mismo tiempo es tan rara; que está presente allí donde se vuelve la vista y, sin embargo, no resulta visible para todo el mundo?

Puede apelarse a un rodeo para entenderlo. La realidad no existe si no hay un hombre que la contemple; mejor dicho, lo que se entiende por realidad es algo concebido por el hombre y producto de la confluencia de dos factores simultáneos: uno externo y otro interno. En la comprensión de lo poético sucede algo parecido: es simplemente el momento en que entran en contacto un elemento que forma parte de las cosas (factor externo) con el sentido poético del hombre (factor interno). Pero entre la percepción corriente de la realidad y la percepción poética existe una diferencia fundamental. En la primera, el hombre resulta un componente pasivo, un simple receptor de la realidad, y por eso a este modo de percibir le convendría la designación de percepción pasiva.  En cambio, en la percepción poética, el hombre se proyecta fuera de sí mismo, se despersonaliza, abandona su yo para ir al encuentro de las cosas. Se produce una verdadera posesión de la realidad. Es una percepción activa y, por lo tanto, el conocimiento poético es, aunque parezca absurdo, más real que el llamado conocimiento empírico.

Lo que es motivo del conocimiento poético no está en la superficie sino en el fondo de las cosas, por eso el poeta desconfía de la realidad empírica: sabe que detrás de ella se oculta otra realidad menos variable, una realidad permanente.

Así, mediante la revelación poética, se tiene acceso al conocimiento de lo permanente.  Un poeta moderno, Pierre Reverdy, dice, refiriéndose a su libro Les épaves du ciel: «Mi poesía

es el resultado de la aspiración hacia una realidad absoluta». Para Novalis, la poesía también es «lo real absoluto». Este gran poeta alentaba siempre la esperanza de que una única palabra secreta fuera capaz de destruir la falsa realidad. Es realidad última, definitiva, la que trata de apresar el poeta. Si lo que busca la poesía está en el fondo de las cosas, ¿cómo penetrar allí si no es por un acto de amor? La penetrabilidad del amor lleva sin violencia a lo esencial. ¿Y qué es el amor sino un vivir en la esencia de las cosas? Por un acto de amor hay que ceder la vida a las cosas para poder realmente conocerlas. Las ciencias naturales, en cambio, destruyen las cosas para conocerlas.

¿Y en qué consiste esa esencia de las cosas sino en la fatalidad de transformarse? El espíritu poético capta esa fatalidad de transformarse que coincide con su propio acontecer. El conocimiento poético representa, por lo tanto, una verdadera comunión del espíritu con las cosas. ¿En qué medida se diferencia entonces lo poético de la ciencia; qué constituye la única y verdadera forma de conocimiento en el sentir común? El conocimiento científico cambia porque se dirige a lo aparente; así cambian las teorías, las leyes, los sistemas. El conocimiento poético es permanente, porque se dirige a las esencias. En ese sentido, la validez de la poesía desde Homero a hoy es inmutable.

Ya Croce en su "Poética" define a la poesía como la síntesis de lo individual y lo universal. Esta es la gran síntesis, aquélla de que hablan las llamadas filosofías tradicionales y las viejas ciencias herméticas como la alquimia: la síntesis del microcosmos y el macrocosmos, del hombre y el universo. De acuerdo con esta idea, expresarse poéticamente significa revelar lo universal a través de lo singular.

Ahora bien, expresar lo universal a través de lo singular se logra por el mecanismo de despersonalización del poeta. Este mecanismo constituye el paso fundamental para alcanzar la universalidad de  lo poético.

El movimiento hacia la despersonalización pone en juego el poder creador del espíritu, y éste da forma al conocimiento Intuitivo de lo esencial de la naturaleza, expresándolo no de un modo razonante, sino vital y humano.  Lo poético como conocimiento consiste en la aprehensión por el espíritu, mediante un acto iluminador, de la esencia  de las cosas, vale decir, aquello que en las cosas participa de lo universal. Ese conocimiento es mezclarse humanamente con las cosas, o sea, el establecimiento de un contacto íntimo entre lo universal que está en el hombre y lo universal que  está  en  las cosas. Las formas que resultan de la creación son el producto de ese contacto con el mundo como totalidad y se identifican con él. Esas formas son infinitamente variables, y pueden estar dadas por la palabra, la figura, el sonido, el gesto, la acción, el color, etc., y cada una de esas formas se convierte en signo expresivo de un contenido poético. A su vez cada signo manifiesta también una infinita variabilidad determinada por su combinación con otros signos, de modo que su significado no es unívoco, sino que potencialmente posee todos los significados posibles. Así, el universo de las formas poéticas sufre una interminable metamorfosis paralela a esa esencia permanentemente cambiante de la que proviene.

La esencia de las cosas; de por sí inexpresable, sufre al objetivarse en formas, un proceso de  alquimia espiritual que la convierte en lenguaje poético.

El poder creador no responde a ninguna norma externa sino a impulsos internos absolutamente libres. Esta libertad de creación es un imperativo ineludible, sin el cual toda posibilidad de expresión poética queda eliminada.

El mundo sin la función del espíritu poético se torna inhabitable, pues lo poético está vinculado a la vida en su integridad. Un mundo sin poesía equivale a un mundo sin vida humana. El poeta  ̶ designación que adquiere aquí un carácter muy amplio y abarca toda forma de expresión humana: verbal, plástica, musical o de conducta  ̶ conserva los valores eternos del espíritu y los transmite a los otros hombres. Lo poético constituye así el mecanismo más importante de valorización de lo espiritual y de acceso a un estado superior del hombre, en el que se afirma como existencia  auténtica y como ser libre.

La poesía es una mística de la realidad. El poeta busca en la palabra no un modo de expresarse sino un modo de participar de la realidad misma. Recurre a la palabra, pero busca en ella su valor originario, la magia del momento de la creación del verbo, momento en que no era un signo, sino parte de la realidad misma. El poeta mediante el verbo no expresa la realidad, sino que participa de ella.

Luego, ya en conocimiento de estas acotaciones para que nadie se ofenda, la prometida definición de Pellegrini acerca de la utilidad de la poesía: "La poesía pretende cumplir la tarea de que este mundo no sea sólo habitable para los imbéciles".

 

viernes, 6 de diciembre de 2019

JULIO CORTAZAR - Roberto Arlt: Apunte de relectura

Escribo lejos de toda referencia, Arlt y yo solos en un rincón perdido de la costa pacífica. De alguna manera siempre estuvimos solos uno y otro, uno con otro; en mi juventud lo leí apasionadamente pero sin interesarme por los trabajos críticos que buscaron explicarlo después de su muerte; incluso ignoro su biografía en detalle, salvo las síntesis en las solapas de los libros y en algunas páginas de Mirta Arlt y de Raúl Larra. No se busque aquí un «estudio» sino, como prefiero, el juego de vasos comunicantes entre autor y lector, un lector que también llegó a ser autor y que cuenta entre sus nostalgias la de no haber tenido la suerte de que Arlt lo leyera, incluso con el riesgo de que le repitiera su famoso y terrible «rajá, turrito, rajá». 

Cualquiera sabe de esas esperanzadas exhumaciones que llegado el día practicamos con ciertos libros, ciertas películas, ciertas músicas, y de sus resultados casi siempre decepcionantes; a veces la razón está en las obras, a veces en quienes buscan repetir lo irrepetible, recobrar por un momento la juventud que mordía a ojos cerrados los frutos del tiempo. De tanto en tanto, sin embargo, salimos de un cine, de un capítulo o de un concierto con la plenitud del reencuentro sin pérdidas, de la casi indecible abolición de la edad que nos devuelve a los primeros deslumbramientos, todavía más asombrosos ahora puesto que ya no tienen por apoyo la inocencia o la ignorancia. Me ocurre eso cuando vuelvo a ver Vampyr, Les enfànts du paradis o King Kong, cuando reescucho Le sacre du printemps o Mahogany Hall Stomp, y en estos días en que retorno a las novelas y a los cuentos de Roberto Arlt (conozco mal su teatro). Casi cuarenta años después de la primera lectura, descubro con ese asombro que tanto se parece a la maravilla hasta qué punto sigo siendo el mismo lector de la primera vez. 

Sí, pero para eso es necesario que Arlt sea el mismo escritor, que en sus libros no se haya operado la casi inevitable degradación o desleimiento que este siglo vertiginoso ha impuesto a tantas de sus criaturas. Ahora que salgo de su relectura como de una máquina del tiempo que me hubiera devuelto a mi Buenos Aires de los años cuarenta, me doy cuenta de cómo muchos escritores argentinos que en ese entonces me parecían a la altura de Arlt, Güiraldes, Girondo, Borges y Macedonio Fernández (después vendría Leopoldo Marechal, pero ésa es otra historia) se me habían ido esfumando en la memoria como otros tantos cigarrillos. La esporádica relectura de algunos de ellos por nostálgicas razones de distancia y tiempo me dejó vacío y triste, sin ganas de reincidir, y tal vez por eso Arlt se me fue quedando también atrás sin que yo me animara a entrarle de nuevo, acordándome de flaquezas y de incapacidades que, vistas por este Viejo Marinero «más sabio y más triste», podían ahogar definitivamente lo que tanto me había conmovido y enseñado en mi mocedad de grumete porteño. 

Pero ocurre que a veces los editores son útiles, y cuando el que lanza esta reedición de Arlt me propuso un prefacio, sentí que ya no podía seguir siendo cobarde frente a un escritor tan querido, y que a riesgo de romperme los dientes que me quedan tenía que hincarlos de una vez por todas en estos ocho o nueve volúmenes polvorientos de mi biblioteca (las ediciones originales y horrendas de Claridad, y las subsiguientes y no menos horrendas de Futuro). Amigos argentinos me prestaron lo que faltaba, y me vine con todo a una playa mexicana; anteayer terminé la relectura y hoy empiezo estas páginas en caliente, un poco desolado porque Arlt se me fue de las manos con el último cuento de El criador de gorilas para dejarme solo frente a un bloc en blanco y un profundo mar azul que no me sirve de mucho. Como si de alguna manera le llegara su turno de leerme, de aprobar o desaprobar esto con el derecho de un amigo de cuarenta años. 

Hablando de edad, pienso que Arlt me precedió en la vida por catorce años, y que yo lo he sucedido a lo largo de treinta y ocho; su brusca muerte en 1942 es como un irreparable escándalo en un país que no puede jactarse de tantos escritores como a veces pretende, y en todo caso yo me siento injustamente afortunado por haber vivido todo ese tiempo que le faltó a Arlt, sin hablar de tantas otras cosas que también le faltaron. Él lo dice en el prólogo de Los lanzallamas: «Para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada.» Como era típico en él, éste es un error que encubre una verdad, porque si no es cierto que «hacer» un estilo exige esas cosas, su carencia sumada a la brevedad injusta de la vida vuelve harto difícil la conquista de una gran escritura. La falta del respaldo, del contagio cultural que se respira en un medio económicamente protegido (cuyos integrantes pueden ser perfectamente brutos pero cuentan con la biblioteca comprada para aparentar, los discos ídem, el teatro, los estudios para el diploma del nene o de la nena, al menos éste era el clima en que me tocó a mí criarme y conmigo a la mayoría de los futuros escritores nacidos en mi tiempo), hace del proletatio un paria cultural, y explica el resentimiento que dicta esas palabras de Arlt. Lo que en Buenos Aires se dio en llamar el grupo de Florida y el de Boedo (burguesía y proletariado miniburgués respectivamente, con no pocas zonas linderas o de transhumancia) determinó niveles de cultura y de técnica literaria, ya que desde luego no podía determinar los del genio. Insisto en que eso no era obligadamente una cuestión de «rentas» y de «vida holgada», puesto que, para citar un ejemplo muy posterior que conozco bien -el mío-, lo que contaba era la atmósfera familiar que rodeaba y sigue rodeando a los adolescentes con vocación literaria o artística, atmósfera no siempre directamente relacionada con los niveles económicos. Yo me crié en un suburbio que al principio era casi el campo, y fui a una escuela de Bánfield donde todos mis condiscípulos llegaban al sexto grado diciendo demelón, pantomina, se estrenaban para bosear, les dolían las amídolas, o anunciaban que ahora lo vamo a casa o que después vamo de mama. Esos chicos y chicas eran con frecuencia hijos de artesanos o pequeños comerciantes que tenían todas las rentas y la vida holgada que faltaban terriblemente en mi casa, donde los prejuicios de gente burguesa venida al cacho (se me contagia la jerga) exigían una apariencia exterior impecable para disimular la lenta degradación de las deudas, las hipotecas, los usureros y sólo buscaban empleos «de oficina» porque nadie se hubiera ensuciado las manos con un oficio o una artesanía, no faltaba más. La diferencia estaba en que mientras mis amigos no recibían el mennr aliciente espiritual, yo me criaba teniendo a mi alcance los restos de una biblioteca que debió ser excelente y que lo seguía siendo para un niño, y escuchaba conversaciones de sobremesa donde la actualidad mundial, las novedades artísticas e incluso literarias, y el culto de no pocos valores espirituales e intelectuales constituían esa atmósfera que me ayudaría luego a dar mi propio salto. Si por contagio, o por ese gusto de encanallarse que tienen los niños, yo hubiera soltada un demelón o un voy de Pedro, cuatro personas por lo menos me hubieran corregido sobre el pacho (esta última expresión pasaba por aceptable, porque mi gente no era mojigata para las formas pintorescas del habla mientras no fueran groseras o gramaticalmente incorrectas). Algo muy claro y muy profundo me dice que Roberto Arlt, hijo de inmigrantes alemanes y austríacos, no tuvo esa suerte, y que cuando empezó a devorar libros y a llenar cuadernos de adolescente, múltiples formas viciadas, cursis o falsamente «cultas» del habla se habían encarnado en él y sólo lo fueron abandonando progresivamente y nunca, creo, del todo. 

Lo malo es que en esto hay más que las carencias idiomáticas, hay esa incertidumbre en materia de gusto, de niveles estéticos, que es uno de los rasgos de mucha de la literatura tercermundista y que proviene de las circunstancias, de la atmósfera que rodea a un niño como los que conocí en mi propia infancia. ¿Qué escuchan en su casa, en la calle? ¿Qué códigos de sobrevivencia cotidiana los rigen? ¿Cuándo se les ofrece la ocasión de ver algo realmente hermoso y, si lo ven, quiénes están ahí para darles el leve empujón que podría descubrirles el mundo de la poesía, la música o la palabra? Nada tiene de extraño que el primer libro de Arlt, El juguete rabioso, se abra resentidamente con un relato de niños pobres titulado Los ladrones, y que a su vez el relato empiece con una frase que revela la vocación del autor y la misérrima oportunidad que se le da de satisfacerla: «Cuando tenía catorce años, me inició en los deleites y afanes de la literatura bandoleresca un viejo zapatero andaluz...» ¿Qué leíamos Jorge Luis Borges y yo a los catorce años? 

La pregunta no es gratuita ni insolente, y sobre todo no pretende situar de manera paternalista esta visión de Roberto Arlt. Simplemente, cuarenta años después, dijo lo que jamás dijeron y ni siquiera pensaron muchos escritores o lectores del grupo de Florida, que en su día cayeron sobre los libros de Arlt con el fácil sistema de mostrar tan sólo sus falencias y sus imposibilidades, como él mismo lo denunciara amargamente en el prólogo de Los lanzallamas. Y si es cierto que un escritor no es sino que se hace, sea de Boedo o de Florida, a mí me duele comprender cómo las circunstancias me facilitaron el camino en la misma época en que Arlt tenía que abrirse paso hacia sí mismo con dificultades instrumentales que otros habían superado rápidamente gracias a los colegios selectos y los respaldos familiares. Toda su obra es la prueba de esa desventaja que paradójicamente me la vuelve más grande y entrañable. Basta pasar de El juguete rabioso a Los siete locos, y sobre todo de éste a Los lanzallamas, para advertir la difícil evolución de la escritura arltiana, el avance estilístico que alcanza su culminación en las admirables páginas finales donde se describe el asesinato de la Bizca por Erdosain y el suicidio de este último. Alcanzado ese límite, el lector no puede dejar de lamentar que mucho de lo anterior y lo posterior esté tan por debajo, que con todo su genio Roberto Arlt haya tenido que debatirse durante años frente a opciones folletinescas o recursos sensibleros y cursis que sólo la increíble fuerza de sus temas vuelve tolerables. Curiosamente, este tipo de desequilibrio ha sido también señalado en Edgar Allan Poe y en Fedor Dostoievski; como se ve, Arlt está en buena compañía después de todo, digámoslo para aquellos que todavía creen demasiado en eso de que el estilo es el hombre. 

De ahí las contradicciones que en el fondo no lo son tanto: si después de Los lanzallamas el «estilo» de Arlt se depura aún más, como es fácil comprobar leyendo su tercera y última novela, El amor brujo, no es menos comprobable que este libro es perceptiblemente inferior a los precedentes. A la zaga de un personaje como Remo Erdosain, el de Estanislao Balder resulta ñoño, y todos los recursos arltianos para llenarlo de ansiedad existencial parecen tan artificiales como la personalidad de Irene, que da la impresión de estar formada por dos mujeres totalmente distintas según que se la busque al comienzo o al final del libro. El resto de su obra de ficción -los cuentos de El criador de gorilas- llega a la paradoja de una esctitura prácticamente libre de defectos formales pero al servicio de mediocres cuentos exóticos, nacidos de un tardío y deslumbrado conocimiento de otras regiones del mundo, y que salvo alguno que otro pasaje carecen de esa atmósfera que es el estilo profundo de su mejor obra. Ahora que Arlt escribe «bien», poco queda de la terrible fuerza de escribir «mal»; la muerte lo esperaba demasiado pronto y, como siempre, incita a la pregunta sobre una cuarta novela posible. El éxito de las Aguafuertes porteñas y otros textos periodísticos más generales debieron alejarlo de esa concentración obsesiva que las salas de redacción no habían podido robarle mientras escribía la saga de Erdosain; de paradojas así está lleno el panteón lirerario, que lo digan Scott Fitzgerald y Malcolm Lowry entre otros. 

Tal vez sea el momento de comprender mejor el deslumbramiento maravillado que me trae esta relectura a cuarenta años de la época en que, juntando con trabajo los cincuenta centavos que costaban las ediciones de Claridad, leí Los siete locos y de ahí fui pasando no sólo a los otros libros de Arlt sino a sus compañeros de edición y en gran medida de sensibilidad y temática, como Elías Castelnuovo, Alvaro Yunque y Nicolás Olivari, todo eso con un fondo de calles porteñas redescubiertas por ellos, iluminadas o entenebrecidas por los pasos de Remo Erdosain, guía mayor en esta visión abismal de un Buenos Aires que los otros escritores de ese tiempo no habían sabido darme. Me acuerdo de haber repetido itinerarios de Los siete locos, y admirado la minuciosa reconstrucción del viaje en tren de Retiro al Tigre que inicia El amor brujo. Me acuerdo de haber buscado, sin demasiadas ganas de encontrarla y de entrar, la fonda de los ladrones en la calle Sarmiento, al lado del diario Crítica; es así que ciertas ceremonias de la posesión y la fidelidad se repiten como prueba de que algunas novelas no son ese espejo ambulante de que hablaba Stendhal sino incitaciones y signos recortando y ahondando la realidad con una precisión estereoscópica que los ojos de todos los días no saben ver. Cada vez que algún lector me ha contado de sus itinerarios en París tras la huella de algún personaje de mis libros, me he visto de nuevo en las calles porteñas diciéndome que por ahí había pasado el Rufián Melancólico, que en esa cuadra estaba una de las roñosas pensiones donde recalaron Hipólita, la Bizca o Erdosain. Si de alguien me siento cerca en mi país es de Roberto Arlt, aunque la crítica venga a explicarme después otras cercanías desde luego atendibles puesto que no me creo un monobloc. Y esa cercanía se afirma aquí y ahora, al salir de esta relectura con el sentimiento de que nada ha cambiado en lo fundamental entre Arlt y yo, que el miedo y el recelo de tantos años no se justificaban, que Silvio Astier, Remo e Hipólita, guardan esa inmediatez y ese contacto que tanto me hicieron sufrir en su día, sufrir en esa oscura zona donde todo es ambivalente, donde el dolor y el placer, la tortura y el erotismo mezclan humana, demasiado humanamente sus raíces. 

Hoy, claro, lo releo con un poco más de distanciamiento intelectual, de embriones de análisis, de territorios descuidados en la primera lectura y que ahora adquieren un relieve diferente. La obsesión científca en Arlt, por ejemplo, que enconces me había dejado indiferente. ¿Influencias familiares, primeros oficios, atavismos germánicos en una época en que la química, la balística y la farmacopea parecían tener su amenazante capital en Berlín? Se sabe que Arlt murió mientras trabajaba en su improvisado laboratorio, a punto de lograr un procedimiento que hubiera evitado un drama de la época que hoy resulta inconcebible: el corrimiento de las mallas en las medias de la mujeres. Múltiples temas y episodios de sus cuentos y novelas vuelven explicable y casi fatal esta vocación paralela de inventor; ya en su primer libro, el adolescente Silvio Astier ha fabricado una culebrina capaz de atraer a toda la policía del barrio, y da consejos a un amigo sobre la manera de hacer volar un aeroplano. El día en que explica ante oficiales del ejército sus ideas sobre un señalador automático de estrellas y una máquina capaz de imprimir lo que se le dicta oralmente, Silvio logra su primer empleo como mecánico de aviación, e irónicamente lo pierde cuando un teniente coronel lo da de baja con una explicación que sigue explicando tantas cosas: «Vea, amigo... su puesto está en una escuela industrial. Aquí no necesitamos personas inteligentes, sino brutos para el trabajo.» 

Era obligado que Remo Erdosain buscara en los inventos una de las posibles salidas del laberinto donde voluntariamente se había encerrado. Siendo quien es, la maravillosa rosa de cobre que debía hacer la fortuna de los Espila y de él mismo, se deshoja entre sus manos indiferentes, de la misma manera que los planos y dibujos de la fábrica de fosgeno no son más que una manera de llenar con trabajo el horror de otra noche al borde del crimen. Arlt era un adolescente en el período de la primera guerra mundial, y el infierno que Henri Barbusse y Remarque describirían en Europa le llegó a través de los libros y los periódicos y se reflejó intensamente en sus novelas mayores. Un cuento como La luna roja condensa esas obsesiones, y también las repetidas y a veces extensas citas sobre las propiedades de los gases asfixiantes y sus técnicas de aplicación; pero el punto máximo de su fascinación y su horror frente a un arma que anuncia ya las bombas atómicas que caerían apenas tres años después de su muerte, se da en ese capítulo de Los lanzallamas titulado El enigmático visitante. Ya antes su imaginación había visto lo que luego veríamos en los noticiosos sobre la explosión en Hiroshima: las víctimas tratando de escapar de la ciudad, con los cabellos erizados verticalmente. Vaya a saber qué posición tomarán nuestros cabellos cuando caigan las bombas de neutrones, tan entusiastamente aprobadas por los Estados Unidos, Francia y otros países democráticos. 

La perceptible falta de humor en la obra de Arlt traduce un resentimiento que él no alcanzó a superar dentro de condiciones de vida y de trabajo que sólo al final cambiaron un tanto, cuando ya era tarde para abrirle una visión más comprensiva e incluso más generosa. Su tremendismo, manifiesto desde la primera página de las novelas o los cuentos, se da privado de la compensación axiológica y estética del humor; única fuerza dominante, crece sin freno para mantener la tensión dramática, y entra obligadamente en lo repetitivo después de alcanzado el límite máximo. En lo mejor, el resultado es la posesión casi diabólica del lector por los personajes; en lo menos bueno, se resbala hacia la fatiga y la impaciencia, como ocurre en El amor brujo. 

Buena parte de los cuentos de Arlt constituyen momentos y situaciones que él habría podido incorporar a Los siete locos o a Los lanzallamas; tanto los relatos anteriores como los que siguen a la novela del doble título, comportan esquemas que se articularían sin esfuerzo en la trama mayor; así (y no es un reproche, basta pensar en Kafka o en Mauriac), Arlt es el autor de un gran relato único que se parcela a lo largo de su búsqueda, de sus vacilaciones, de su interminable rondar al borde del abismo central en el que ha de precipitarse Remo Erdosain. 
Un tema que creo poco o nada tratado, y que es a la vez interesante y patético: Arlt y la música. Como todo aquel que busca rebasar su medio social de origen (él agrega en su rechazo no solamente los otros medios sino la sociedad entera, pero guardando la nostalgia de estamentos culturales superiores), la única manera de evadirse consiste en negar el contexto contaminante y tratar de sustituirlo por otro del que sólo se tiene una noción aproximada. Como todos los argentinos de su tiempo, Arlt crece en un clima de tango, sólo que mientras otros poetas y escritores lo aceptan y elogian en la medida en que el tango no los acusa, no los incluye en sus letras conventilleras, malevas o de cursilería sensiblera, Arlt se siente obviamente aludido por cada tango, involucrado en su marginalidad fundamental. Muy pocas alusiones al tango aparecen en sus libros, y siempre con un claro trasfondo de desprecio y de rechazo («el tango carcelario»). La obligada sustitución estética es desafortunada; queriendo remontar a la «clásica», no va más allá de músicas como la Danza del fuego (en El amor brujo, por supuesto, lo que sólo en parte es una excusa) y sus equivalentes. Sin embargo se lo adivina sensible a la música, y en el relato El traje del fantasma dedica varias páginas a transcribir con toda clase de imágenes y climas una melodía imaginaria que el personaje improvisa en el violín. Una o dos referencias indiferentes al jazz, y eso es todo; la pintura y la música son otros tantos ingredientes de ese Buenos Aires interior que se le escapará siempre a Arlt, reducido a conocer Buenos Aires desde la calle, siempre desde fuera cuando se trata del refinamiento que empieza detrás de las puertas burguesas. El día en que sus libros y él mismo empiezan a franquearlas, ya es tarde para compensar la desventaja, y además no creo que le interesara compensarla ni que en su caso fuera una desventaja: el mundo de Erdosain no tiene lugar para colgar cuadros o escuchar sonatas. 

Supongo que la crítica habrá ahondado en el «ideario» -como se decía en estos años- de Roberto Arlt, y no seré yo quien intente ver más claro en sus motivaciones y sus intenciones. De esa inextricable madeja de misantropía, megalomanía, miserabilismo, masoquismo, impulso fáustico, negatividad schopenhaueriana, salto bergsoniano a un dinamismo dionisíaco (y Nietzsche, claro), de ese infierno voluntario en permanente rebelión, empapado de nostalgia de cielos abiertos, de paraísos terrestres, de fugas a lo absoluto, de ese anarquismo en busca de praxis nihilistas o fascistas, de ese rechazo de la doble mugre proletaria y burguesa, no creo que quede nada históricamente aprovechable, salvo la denuncia de un orden social que hace igualmente posibles el horror de lo más bajo y de lo más alto, la configuración prostibularia del mundo del Astrólogo y de Erdosain y su reverso igualmente prostibulario pero en el nivel profiláctico y detergente del mundo empresarial y financiero. Esa denuncia, hecha sin rigor teórico, ese interminable balbuceo de ilota borracho mostrando infaliblemente las llagas del mundo, eso de príncipe Muishkin que tienen Arlt Erdosain o Arlt Balder, nos alcanza en zonas más hondas que las de cualquier cateo sociológico de gabinete, nos quema con el fosgeno imaginario de cada día y cada noche de Hipólita, de Silvio Astier, del miserable de Las fieras, del tuberculoso de Ester primavera, del Astrólogo castrado y visionario y embaucador, de Haffner golpeando salvajemente a las putas que lo hacen vivir. Roberto Arlt no necesitó la cultura porteña de la música, la pintura y las más altas letras para ser uno de nuestros videntes mayores. En último término su obra es apenas «intelectual»; la escritura tiene en él una función de cauterio, de ácido revelador, de linterna mágica proyectando una tras otra las placas de la ciudad maldita y sus hombres y mujeres condenados a vivirla en un permanente merodeo de perros rechazados por porteras y propietarios. Eso es arte, como el de un Goya canyengue (Arlt me hubiera partido la cara de haber leído esto), como el de un François Villon de quilombo o un Kit Marlowe de taberna y puñalada. Mientras la crítica pone en claro el «ideario» de ese hombre con tan pocas ideas, algunos lectores volvemos a él por otras cosas, por las imágenes inapelables y delatoras que nos ponen frente a nosotros mismos como sólo el gran arte puede hacerlo. 

Que sea él quien cierre estos apuntes, él que ve a su doble Erdosain en ese momento en que, «igual a las fieras enjauladas, va y viene por su cubil, frente a la indestructible reja de su incoherencia». Arlt, que hace decir a Balder, su otro doble: «Mi propósito es evidenciar de qué manera busqué el conocimiento a través de una avalancha de tinieblas y mi propia potencia en la infinita debilidad que me acompañó hora tras hora.» De esa incoherencia, de esas debilidades, nacerá siempre la interminable, indestructible fuerza de la gran literatura. 

fuente: http://www.juliocortazar.com.ar 

martes, 25 de junio de 2019


¡QUÉ DIOS LOS BENDIGA!

Tengan ustedes muy buenos días señores pasajeros. Como lo hago desde hace 20 años en esta afamada línea de colectivos, me permito distraer unos minutos de su atención para ofrecerles directamente de fábrica al consumidor un producto de primerísima calidad, fabricado con mano de obra criolla y materias primas extraídas de nuestro noble suelo argentino. Se trata del ya famoso argendale, un diminuto adminículo inclusivo, multifuncional, conectable, programable, adaptable, y de acción muy eficaz, que cabe cómodamente en la cartera de la dama o en el portafolios del caballero. En los comercios del ramo ustedes abonarán 200 pesos por cada argendale; pero yo les traigo una oferta que solo un necio no aprovecharía, pues por solo 100 pesitos se harán con el codiciado producto. Sí, escucharon bien, por solo la mitad de su precio de mercado. Y como si eso fuera poco, con cada argendale se llevarán de regalo un inflanhelo, su complemento ideal, ya que al acoplar ambos adminículos las prestaciones se multiplican de una manera asombrosa. Se llevan, entonces, un argendale y un inflanhelo por el precio de un café y una medialuna en cualquier bar. Un verdadera bicoca, no me digan que no. Piensen ustedes que un litro de yogur bebible cuesta 70 pesos, y que cuando se acaba deben comprar otro, y así de seguido, mientras que ustedes invierten 100 pesos por única vez en este kit durable que les va a brindar innumerables satisfacciones.

Percibo, señora, que usted lo mira pero no se atreve a pedírmelo, por eso se lo alcanzo yo. Acá lo tiene, tomeló por favor, enciendaló, pruebeló sin compromiso de compra. Vea que textura, qué terminación. Pesa unos pocos gramos y funciona con una sola pila. Yo que usté aprovecharía, pues estamos en recesión con inflación y lo que hoy cuesta 100 nadie sabe cuánto costará mañana ¿No me diga que quiere dos?, cómo no, cuánto me alegro, usté sí que tiene visión de futuro. Acá tiene, sirvasé. Gracias por pagarme con la plata justa.
Sí señor, ya estoy con usté ¿Quiere uno? Sírvase, lo único que le pido es que me pague con cambio porque salí pato de mi casa ¿vio?...

A quienes me hayan comprado esta inmejorable oferta, les recuerdo que podrán acceder al manual de instrucciones de ambos productos entrando en esta dirección de la web: www.argendalesomostodos.com

Y como todo termina en la vida, gente linda, llegó la hora de despedirme de ustedes pues debo bajarme de esta unidad para subir a la que viene atrás y así seguir ganándome la vida. Les agradezco la buena onda y quiero que sepan que gracias a la solidaridad de ustedes hoy mi familia tendrá un plato de comida en la mesa.

¡Qué dios los bendiga!

domingo, 31 de marzo de 2019


DISCURSO DE MARÍA TERESA ANDRUETTO EN EL CIERRE DEL VIII CONGRESO DE LA LENGUA
Córdoba, sábado 30 de marzo de 2019

Hay una grieta en todo / así es cómo entra la luz, dice Leonard Cohen, Y entonces es ahí, en las fisuras, donde quisiera mirar.

No fue sencillo para mí aceptar la invitación a cerrar este congreso, por las disidencias diversas que con él tiene, por razones también diversas, la comunidad a la que pertenezco y por mis propias disidencias.
Me tranquilizan dos cuestiones, la primera es que antes de aceptar hice saber mi posición y la invitación se sostuvo –con un espíritu democrático y una amplitud que mucho agradezco–; la otra es que estoy aquí como escritora y el lugar de quien escribe es, en lo que respecta a la lengua, un lugar de desobediencia, de disenso. En nombre de ambas cosas digo estas palabras.
La primera cuestión tiene que ver con el nombre mismo del Congreso, llamado aquí –y es al menos curioso que la contraparte nacional se haya llegado a esa denominación– Congreso de la Lengua Española, porque para nosotros, para nuestro sistema educativo, la academia, la alta cultura y la cultura popular, esta lengua en la que aquí hablo siempre ha sido la lengua castellana.
Así llegó América, con la conquista y con la iglesia, la lengua de Castilla y fue esa lengua y no otras que se hablaban o se hablan en España como la que se impuso –no sin dolor, no sin lucha, no sin resistencia– sobre las lenguas originarias.
Esto nos lleva a preguntarnos de quién es la lengua, quién le da el nombre y quiénes reconocen su lengua en ese nombre. Aunque en las previas a este Congreso se ha insistido en la idea de que la lengua es de todos sus hablantes, en la amplia procedencia geográfica de los ponentes y en la alta presencia de mujeres en las mesas, me pregunto si esa que se dice de todos es la misma lengua; en caso de serlo, quiénes son sus dueños y atendiendo a que una lengua con tantos hablantes, además de un capital simbólico es un capital económico, quiénes hacen usufructo de ella. Desde Madrid, el ministro de Educación de la Provincia, a la pregunta de un periodista acerca de ciertos contenidos, reconoció que ni la parte argentina ni la cordobesa intervienen en la elección del temario.
Es la Real Academia, dice. A su vez, el director de la Real Academia, remarcó la importancia de estos congresos con la frase: “Durante unos días, se tratará de ponerle voz española a los asuntos que nos ocupan a todos, tal vez sin tener dimensión de lo que la frase “voz española” significa aquí, para nosotros.
Entonces, no debiéramos desentendernos de ciertas preguntas, aunque incomoden. Preguntas como: ¿Para qué un congreso en estas pampas sin intervención local sobre sus contenidos? ¿Es la lengua de España la misma que se habla en América? ¿El muy diverso castellano de cada uno de nuestros países es la misma lengua española de la que el Congreso habla? Y finalmente, porque estamos en Argentina, ¿se trata de la misma lengua que aquí se habla?
Sí y no. La misma y otra. Para los hablantes de mi país se trata de una cuestión que lleva más de un centenario, cuestión desestimada o minimizada por las instituciones españolas de la lengua, sus espacios de formación, sus editores…, como lo expresa blanco sobre negro el reciente planteo del director mexicano Alfonso Cuarón, quien declaró en la clausura de un ciclo de cine en Nueva York, que le resultaba ofensivo para el público (e imagino sin dudas que para sí mismo) que su película Roma se haya subtitulado en España.
“Me parece muy, muy ridículo, a mí me encanta ver, como mexicano, el cine de Almodóvar y yo no necesito subtítulos al mexicano para entender a Almodóvar. Le parece ridículo, dice, que un español necesite que le digan “No os acerquéis al borde en lugar de Nomás no se vayan hasta la orilla. Entiendo muy bien lo que dice Cuarón, me ha pasado que una editora española haya pretendido cambiar durazneros por melocotoneros con la extraña fundamentación de que en España nadie entendería la palabra duraznero, pero sucede que melocotonero es una palabra tan artificial para un argentino que nunca jamás podría usarla.
En fin, cierta pretensión de uniformidad, la homogeneización que destruye lo singular o lo invisibiliza, el modo en que se ilumina la propia lengua al ver cómo toma caminos diversos.
Todo eso borrado, dice la cordobesa Eugenia Almeida, porque el castellano de esta América es un conjunto de variables mestizadas por pueblos originarios, aportes árabes, africanos, europeos y asiáticos que –esclavizados, sometidos, aceptados o bienvenidos- impregnaron nuestros modos de decir y de pensar. Hablaba el ruso en quince lenguas, dice en algún lugar Julia Kristeva.
La segunda cuestión aparece cuando reparamos en que esto no es recíproco. Casi 600 millones de personas de 22 naciones hablamos la misma lengua. ¿Son soberanas lingüísticamente esas naciones? Y si es así, ¿por qué sus modos de decir necesitan ser traducidos a un decir mejor, a un bien decir?
En la Declaración Universal de los Derechos Lingüísticos firmada en Barcelona en 1996, se expresa que los hablantes pueden usar la lengua según las necesidades de cada lugar de origen, garantizando así “los principios de una paz lingüística mundial justa y equitativa, factor decisivo de la coexistencia social y cultural”.
Más del 90 por ciento de los hablantes de lengua española habita en países de América, y menos del 10 por ciento, en España. Sin embargo, las variedades idiomáticas americanas no tienen tantas posibilidades de ser reconocidas por la Academia y, cuando lo son, pasan por formas folklóricas, americanismos.
Por su parte, en el Diccionario Panhispánico de Dudas, alrededor de un 70 por ciento de lo que se considera “malos usos de la lengua” es de origen latinoamericano, lo cual tiene que ver no sólo con la idea de purismo y la pretensión de uniformidad, sino sobre todo con la convicción de que el bien decir se decide fuera de nosotros.
Se trata de las políticas de control del idioma, de la tensión entre las hablas de una comunidad y las normas que esa comunidad dicta o acepta y de la lucha entre transformación y preservación. La advertencia gramatical no me limita, sino que me recuerda que yo estoy en la lengua, y me da movilidad dentro de ella. Me recuerda que la lengua es mía y que no es solo mía… me recuerda que el vínculo es el vehículo compartido.
El interés por la gramática trasunta el interés por la conservación del espacio público, dice la colombiana Carolina Sanín. ¿Sin leyes seríamos más libres? Necesitamos instituciones reguladoras pero necesitamos también que esas instituciones nos representen de una mera más justa, porque una lengua –que por cierto es mucho más que sus reglas- vive en las bocas de sus hablantes y es asombrosa la velocidad con que lo vivo deviene en frase hecha, en palabra muerta, en clisé.
Un idioma es una entidad en permanente movimiento, una inmensidad, un río, en su adentro caben muchas lenguas como caben muchos pueblos. Argentina, para dar el ejemplo que más a mano tengo, no se hizo sólo con descendientes de hispanohablantes, es un país que mezcló la población originaria con la invasora, y recibió aluviones migratorios de italianos, gallegos, árabes, aymaras, vascos, polacos, guaraníes, armenios, coreanos, alemanes… se trata de un país que nunca vivió el purismo idiomático, la necesidad de conservar la “casticidad”, palabra por otra parte tan cercana a la castidad.
En fin, que somos impuros o mestizos (muchas veces mestizos étnicos y siempre mestizos culturales), que es impura nuestra lengua y esa impureza es nuestra riqueza. Dice el colombiano Fernando Vallejo que preguntarse quién habla bien es una tontería porque el castellano se habla como se puede en todos los ámbitos del idioma, un idioma de 22 países entre los cuales contamos a España.
En fin, que para riqueza de hablantes, escribientes y lectores, y para riqueza de nuestras literaturas, peninsulares, latinoamericanos y ecuatoguineanos debiéramos cuidarnos mucho de una lengua que se someta a la lengua oficial, una escritura que ponga en retirada a cada modalidad de la lengua en particular, cuidarnos de no confundir la lengua viva con los cementerios de la lengua, acoger, dice también Fernando Vallejo, el idioma de la vida, que es el local.
Hasta acá, un poco distraídos, podríamos pensar que se trata de diferencias de habla, de lo singular que se aleja de ciertas normas, de ciertos corrales, cierta legislación que va y viene desde una región a otra, pero por cierto que no se trata de un camino de ida y vuelta entre modos diversos de usar la lengua, sino de una corriente que va o pretende ir desde la antigua metrópoli hacia sus dominios de antaño y nunca de modo inverso.
Esa corriente de poder lingüístico unidireccional viene a nuestros países con las formas de decir y escribir que España considera correctas sin comprender que a muchas expresiones del castellano de España las comprendemos nosotros poniendo a prueba nuestros oídos, porque la música, y el habla, y el gusto, no son los mismos para todos y porque, parafraseando un relato cristiano, hay ovejas que son de este corral y otras que son de otro corral pero de todas es el universo de la lengua.
No hace mucho, una investigadora madrileña me dijo llena de sorpresa ella y más sorprendida yo por su reflexión: “No entiendo por qué los argentinos necesitan traducir a Dante (a raíz de una edición aquí de La divina comedia, con traducción del poeta Jorge Aulicino) si ya está traducido al español, pero ese que tal vez ni se advierte siquiera cómo pegan en nuestros oídos muchas traducciones de editoriales españolas, especialmente cuando se trata de escritores que trabajan con lo coloquial; pero no me extiendo en el tema porque de todo esto, habrán dado cuenta las mesas sobre traducción del Congreso, ya que es materia habitual de debate entre nuestros traductores.
No se trata de una cuestión menor, ni tampoco meramente retórica. Durante la pasada dictadura, los escritores argentinos en el exilio español se preguntaban qué hacer con nuestro lenguaje. Elijo dos respuestas a esa pregunta: el escritor y crítico David Viñas, en julio de 1980, dice en una carta ¿se academiza la cosa, se la agayega, se le pone almidón y se la plancha? En otra carta, de agosto de 1980, el escritor Antonio Di Benedetto, dice: He procurado clarificar un tanto el vocabulario para el lector español sin dar la espalda a mi potencial lector argentino o latinoamericano. Con tal criterio he sustituido algunas voces. Ejemplo: no “saco”, que aquí sugiere “bolsa”, sino chaqueta, dicción que no es extraña al argentino, ¿verdad? ¿Verdad?
Podemos oír un grito ahogado en ese ¿verdad?, un gesto de desesperación, porque la elección de la lengua (y dentro de ella, la de sus infinitos matices) indica en qué sistema literario puede o quiere insertarse un escritor, indica por quiénes y de qué modo desea ser leído y revela también el costo que ese escritor está dispuesto a pagar para encontrarse con sus lectores.
Cuando comencé a publicar y se abrió tímidamente alguna posibilidad de editar mis libros fuera de Argentina, la lengua, esa materia con la que trabaja un escritor, comenzó a presentarse como un obstáculo. No es el libro, no es la historia, es el lenguaje... tan argentino, se me dijo en muchas ocasiones.
En 1876, Juan María Gutiérrez, preocupado por el lenguaje rioplatense (como Esteban Echeverría y Juan Bautista Alberdi, sus colegas de la Asociación de Mayo), rechazó públicamente la propuesta de integrar la Real Academia Española, lo que provocó una serie de cartas con un periodista español que también polemizó acerca de ello con Sarmiento.
La cuestión de si hablar castellano o una de las lenguas originarias del territorio que ocupa nuestro país y en el caso de hablar castellano, qué castellano hablar y escribir, en fin, la pregunta acerca de si era conveniente seguir a pie juntillas a la Academia Real del país del cual estábamos independizándonos o si debíamos dejar que la lengua, aun siendo la misma -la misma y otra, por cierto- se independizara a su vez y corriera a su aire, aceptando nosotros, sus hablantes, las transformaciones que le íbamos dando, se discutió aquí en la segunda mitad del siglo 19, una discusión que nuestros prohombres dieron por saldada hace ya más de 150 años.
Esa cuestión, que en nuestras carreras de letras se estudia como la polémica acerca de la lengua, polémica que es por supuesto lingüística y estética pero por sobre todo fuertemente política, se dirimió en el marco del movimiento estético/político romántico, y la llevaron adelante Gutiérrez, Echeverría, Sarmiento y Alberdi, los cuatro grandes escritores románticos argentinos, a la vez cuatro políticos centrales, lo que es casi decir los fundadores de nuestra literatura y de la nación.
De todo ello emergió la convicción de que ese castellano que se hablaba no necesitaba sujetarse a los dictámenes de su casa central, de modo que ser un hablante o un escritor argentino es también ser un usuario de la lengua desobediente ante la demanda de casticidad.
La tercera cuestión, aparece cuando reparamos en la lengua como un capital no sólo simbólico, cuando comprendemos su faz económica, y entonces nos preguntamos ¿quién usufructúa los dividendos que da esta lengua en el mundo? El gobernador de la provincia dice “sabemos que es un recurso natural inmenso, un bien renovable que se multiplica con el uso, que gana valor cada día y hoy es deseable inclusive para los nacidos y criados en otras lenguas, lo cual coloca en primer plano este aspecto de la lengua como capital económico.
A la hora de certificar internacionalmente los cursos de aprendizaje como lengua extranjera, las jornadas internacionales para profesores de español, como suelen llamarse, ¿quién certifica? ¿Quién obtiene los dividendos de esas acciones? ¿Se distribuyen esos dividendos entre los diversos países en que se habla castellano o se trata de un recurso que le pertenece mayoritariamente a instituciones españolas?
Todas las relaciones humanas están mediadas por la política, atravesadas por diferencias de poder, y ese poder se materializa en el lenguaje que, citando a Bajtin, es producto de la actividad humana colectiva y refleja en todos sus elementos tanto la organización económica como sociopolítica de la sociedad que lo ha generado.
La búsqueda de uniformidad, el paso de un rasero qué hablan las particularidades de nuestros castellanos, va en consonancia con la persecución de un mayor rendimiento económico, con que libros, películas y series, publicaciones en papel o digitales, cursos de enseñanza y literatura destinada a niños y jóvenes sirvan para la mayor cantidad posible de usuarios.
Por eso la persistente búsqueda de un castellano a la española o un latinoamericano neutro que permita a esos productos circular en todo el continente, viajando más y mejor, penetrando de modo más rápido, sin que importe que eso sea a costa de nuestra singularidades y vaya –cómo de hecho va– contra la riqueza del idioma. Baste escuchar en nuestro país a alumnos, hijos o nietos, hablando de leños, carros y neveras para comprender lo que digo.
¿Por qué hablan cómo hablan los personajes en los programas infantiles enlatados? ¿Por qué se subtitula una película de un castellano a otro, cómo sucedió con la ya citada Roma y sucede con tantas otras? ¿Es porque los españoles no comprenden la palabra orilla y necesitan que se las traduzca como borde? ¿O se trata de simplificar y uniformar para atraer el mayor número posible de espectadores hacia una película o una serie que pueden generar mucho dinero?
Empresas y capitales multinacionales promueven la ampliación del mercado del castellano, en su modalidad española o en lo que llaman americano neutro para, en lo uniforme y hegemónico, reforzar el monopolio de la lengua como negocio; buscan un idioma de modalidad única (para tantos hablan hablantes de culturas tan distintas), a costa de su depredación, del mismo modo que los monocultivos en su búsqueda desmedida de dinero van contra la riqueza del suelo y la diversidad que nos ofrece la naturaleza.
Víctor Klemplerer, en su libro sobre las transformaciones de la lengua alemana durante el Tercer Reich, registra en su diario de manera minuciosa cómo el lenguaje se va falsificando, va perdiendo su singularidad y su verdad, lo que constituirá la más potente difusión del nazismo en todas las capas de la población.
La vida de una lengua, si en algún sitio reside, es en lo particular, en su inestabilidad; la uniformidad como estrategia económica, la mono lengua, la neutralidad, lo que produce es destrucción, depredación. En ese arco ingresan las Industrias de la lengua, el turismo idiomático, la corrección política donde se incluyen los debates actuales sobre si el lenguaje es inclusivo o no y en qué medida es e inclusión incluye la diversidad de todo tipo, no sólo la de género.
Pero volvamos a nuestra resistencia ante la demanda de uniformidad en los modos de decir, ya que el pensamiento se construye en y con el lenguaje a través del cual se manifiesta, podríamos avanzar un paso en nuestro razonamiento y decir que se trata de una demanda de uniformidad No sólo en los modos de decir sino también en los modos de pensar.
Por eso, si bien muchos acceden a esas demandas, otros tantos nos sostenemos en el desacato, el desacomodo, el rechazo a una lengua apta para todos los públicos. No se trata de un capricho, se trata de una búsqueda de identidad que se refleja en el modo de hablar y de escribir, desvíos de cierto extranjero deber ser para encontrar en lo individual más hondo, allí donde refracta lo social, ecos de la lengua de un pueblo, una región, una comunidad, un sector social, búsqueda de un contrapoder frente a lo hegemónico.
Se dice que la lengua no es de las instituciones sino de los hablantes. Y aunque así es en lo que hace al uso cotidiano, no parece suceder lo mismo en el aprovechamiento económico que una lengua provee porque, sin dudas, no es mayoritariamente el castellano argentino, ni el mexicano, ni el peruano, ni el boliviano... el que se comercializa en la enseñanza Internacional del idioma.
La cuarta cuestión, el lenguaje inclusivo.
El Congreso de la Lengua se ocupará del presente del español, pero no discutirá sobre lenguaje inclusivo, han dicho a la prensa, con total firmeza, las autoridades de la Academia.
Tendremos participación igualitaria entre varones y mujeres, se dijo, y yo no puedo dejar de preguntarme si habrá habido mujeres y en qué proporción en las decisiones de contenidos. Desconozco si la Academia y el Instituto tienen mujeres en sus directorios, pero si las tienen, ellas no han dado sus opiniones a la prensa. Se dijo que hay 250 ponentes de 32 países, 250 ponentes y ni una sola mesa de discusión sobre un tema como es la inclusión de género, vivamente presente en la agenda actual, tanto de América latina como de España.
El lenguaje inclusivo nos pone delante de la carga ideológica de la lengua, que habitualmente nos es invisible. Claro que compartimos la lengua y que ella no es de nadie, ni siquiera de las buenas causas.
Claro que corremos riesgos de que el lenguaje inclusivo se vuelva pura corrección política. Claro que no sabemos qué pasará con la literatura, ni si es posible escribir en lenguaje inclusivo de un modo lo suficientemente cargado de ambigüedad como para conservar la función poética del lenguaje, de un modo que además de hacernos pensar, nos conmueva, nos emocione, nos complejice.
Claro que no sabemos qué sucederá en el largo plazo, si ese lenguaje que viene a irrumpir se estabilizará en la lengua y en tal caso de qué modo, si ingresará y de qué manera a nuestras literaturas, pero sabemos de su uso y expansión en ciertos sectores sociales (especialmente urbanos) y en jóvenes de cualquier género, y vemos cómo impregna y permea los usos públicos, periodísticos y políticos, y entonces resulta asombroso que no se haya incluido siquiera una mesa de discusión sobre algo que está moviendo los cimientos de nuestras sociedades.
En la lengua se libran batallas, se disputan sentidos, se consolida lo ganado y los nuevos modos de nombrar –estos que aparecen con tanta virulencia – vuelven visibles los patrones de comportamiento social. Palabras o expresiones que llegan para decir algo nuevo o para decir de otro modo algo viejo, porque el lenguaje no es neutro, refleja la sociedad de la que formamos parte y se defiende marcando, haciendo evidente que los valores de unos (rasgos de clase o geográficos o de género o de edad...) no son los valores de todos.
Algo que no existía comienza a ser nombrado, algo que ya existía quiere nombrarse de otro modo, verdadera revolución de la que no conocemos sus alcances, ni hasta dónde irá, ni si abarcará un día a la mayor parte de la sociedad, a sus diversas regiones, a las formas menos urbanas de nuestra lengua y a todos sus sectores sociales.
No podemos prever su punto de llegada, pero sí sabemos que está entre nosotros de un modo tal que no podemos obviar, Lo que queda claro, lo insoslayable, es que se trata de una cuestión política, de que la lengua responde a la sociedad en la que vive, al momento histórico que transitan sus hablantes, porque como dice también Victor Klemperer, "el espíritu de una época se define por su lengua".
El asunto entonces es cómo se las ingeniará la lengua para conservar un territorio común entre sus hablantes, para seguir siendo en su diversidad, sus diferencias y su riqueza, su lugar de reunión, para usar el nombre de un poema de nuestro Alejandro Nicotra.
La lengua es mía pero no sólo mía, entonces cada uno de nosotros es dueño de la lengua, siempre que tenga la conciencia suficiente como para advertir su componente social.
Este código compartido, este contrato entre hablantes, esta libertad tiene siempre por límite el deseo de ser comprendidos, porque no hablamos solos ni para nosotros sino para comunicarnos con otros. Ante esa complejidad, sólo caben la diversidad y la flexibilidad; por otra parte, la lengua nos da todo el tiempo muestras de saber transformarse sin destruirse y, finalmente, sacudir el lenguaje, es –en palabras de Althusser- una forma entre otras, de práctica política.
Otra cuestión, el castellano como lengua de las ciencias y del conocimiento.
El posicionamiento del castellano como lengua científica y filosófica, nos lleva a la disputa ante el inglés como lengua dominante, a entrar en diálogo y tensión con otras lenguas y contra la imposición de una lengua única para el universo científica.
En fin, que el mismo razona miento sostenido en defensa de las variables americanas del castellano, ante su variante oficial se aplicaría en este campo de disputa en el que nuestro idioma está en condición de minoría con respecto a la lengua oficial de las ciencias, el inglés como lengua única.
Una tarea de principal importancia es la recuperación del castellano como lengua del saber, lo que no equivale a promover un provincianismo autoclausurado y estéril sino un universalismo en castellano que se acompaña con el aprendizaje de muchas otras lenguas para acceder a todas las culturas y entrar en interlocución con ellas contra la imposición de una lengua única.
El desarrollo del castellano como lengua del saber, del pensamiento y del conocimiento académico postularía un internacionalismo de otro orden, babélico y no monoligüe, y requeriría un cambio radical en nuestra cultura de autoevaluación universitaria y científica, dice el cordobés Diego Tatian y el argentino / mexicano Enrique Dussel. En su libro Filosofías del sur, pregunta que las diversas tradiciones se dispongan para un auténtico y simétrico diálogo, gracias al cual cada una aprendería muchos aspectos desconocidos, más desarrollados por otras tradiciones. Se trataría de un mutuo enriquecimiento.
La amenaza de una lengua de comunicación única es muy real, Contra esa amenaza, es necesario que cada uno hable su lengua y más de una lengua, dice Bárbara Cassin. Lugar común la lengua y el pensamiento, donde lo común no aspira a lo uniforme, lo aceptado por todos ni lo ya dado, sino a un territorio que, abrigando las singularidades, permita encontrar en un tesoro acumulado por generaciones de escribientes y de hablantes, las palabras que nos permitan abrir la historia, decir cosas nuevas y a la vez reconocer la radical igualdad de los seres humanos.
Para ir cerrando
El lenguaje da acogida a la experiencia de los hombres, nos promete que lo que se ha experimentado no desaparecerá del todo, dice John Berger. Una novela, un cuento, un poema, dice también él, usan los mismos materiales que el informe anual de una corporación multinacional.
El hecho de que estén hechos con casi las mismas palabras y similar sintaxis no significa más que el hecho de que un faro y la celda de una prisión puedan construirse con piedras de la misma cantera, unidas con el mismo cemento.
En fin, que casi todo depende del modo en que se articulan las palabras, el modo en el que cada uno de nosotros se vincula con el lenguaje como lugar de reunión, en el convencimiento de que él es –además de instrumento práctico- vehículo de expresión de la subjetividad de un individuo y de una sociedad, tesoro fecundado por múltiples desvíos e innovaciones, sostenido por generaciones de hablantes y escribientes como motor de creación, factor de mutación, de transformación, para dar testimonio de lo vivido e imaginado, de la ligazón con lo sagrado, la celebración de lo acontecido y el lamento por lo perdido. En fin, para construir Memoria e Historia.
Entre lo personal y lo político, lo privado y lo público, lo individual y lo colectivo, crece esta lengua nuestra. Para que su energía no se pierda, para que eso que habita en ella y es fácilmente corrompible, no pierda su música, nervio o alma –la diversidad puesta a vivir en nuestras bocas-, ella se distancia de lo oficial, de lo abstracto, lo general, lo convencional, en busca de lo sepultado bajo capas de artificios, condicionamientos y convenciones, porque cuando por mentirosa, farragosa, fangosa o inexacta, por excesiva, hinchada, henchida o snob, grandilocuente, críptica o burda, se corrompe la relación entre las palabras y las cosas, todo el delicadísimo equilibrio, todo el misterioso artefacto, se desploma.
La homogeneización a través de una lengua, la búsqueda de una lengua de nadie producto del capitalismo, dice Barbara Cassin y nos advierte sobre la amenaza de un lenguaje único para la comunicación. Necesitamos diversidad en las lenguas, como parte de la diversidad de los ciudadanos.
Cada palabra es el resultado de una historia y de una serie de representaciones, pero sólo adquiere su significado, que designa una cosa y no otra, en su diferencia con otras palabras de la misma lengua. Cada lengua tiene su forma de inventar, de inventariar, de describir, de concebir, de comprender. Una lengua es una energía y se inventa todo el tiempo.
Sabemos que las leyes son necesarias para sistematizar la lengua y enseñarla a las siguientes generaciones, y sabemos también que una lengua está en permanente movimiento y que, de no ser por esos movimientos, desvíos, disidencias y transformaciones, estaríamos hablando hoy lenguas romances o latín vulgar... de hecho, el castellano comenzó desobedeciendo, como lo muestran las Glosas Emilianenses, esas anotaciones al margen en un códice escrito en latín, que en el siglo X u XI algún monje hizo para aclarar algún pasaje, anotaciones en un modo de decir en el que ya hablaba el pueblo pero que todavía no había pasado a su forma escrita. En fin, que en una lengua cabe un mundo, y en ese mundo caben los disensos y las luchas.
Digo esto sabiendo del lugar en el que estoy, deseando profundamente que unos y otros, de aquí o allá, podamos volvernos más y más conscientes de que la uniformidad no es el camino para que la lengua que compartimos se mantenga viva; pienso entonces en congresos de la lengua donde el país receptor intervenga activamente en los contenidos, en un congreso que revise su nombre, un congreso donde se discutan los beneficios económicos de la enseñanza de castellano en el mundo y donde no se vuelva costumbre traducir en un país el castellano de otro país, porque si hay riqueza en esta lengua nuestra, esa riqueza no está en la rigidez sino en la posibilidad de aceptar la potencia de lo diverso y de lo múltiple, la riqueza del permanente movimiento, como sin ir más lejos han hecho los hablantes de lengua inglesa –donde la estandarización proviene de la literatura, los medios y el uso- en distintos modos de hablarlo y escribirlo.
Necesitamos oírnos en nuestras semejanzas y nuestras diferencias, en los múltiples meandros que ofrece este idioma nuestro en el que Cervantes y Rulfo, Sor Juana, García Márquez, Gabriela Mistral y Roa Bastos, Teresa de Ávila, Luis de Góngora, Elvira Orphée y José Donoso, César Vallejo, Quevedo, Borges, Blanca Varela y Juana Castro, Gil de Biedma, Lemebel, Lugones, Arguedas, Watanabe, Sara Gallardo y Onetti, Humberto Akabal, Arlt, Saer y Rosario Castellanos, entre tantos otros… abrieron con mano de seda y de hierro los intersticios de la lengua que de mil maneras les había sido impuesta, para poder decir lo que aún no había sido dicho.
Alfabetizando a población chiriguana en la frontera salteña, nuestra educadora María Saleme entendió que no servían las cartillas hechas en Buenos Aires, que tenía que empezar por la palabra agua, porque el chiriguano es hombre de río, y cuando lo hizo en los valles calchaquíes descubrió que la palabra nudo no era agua, sino tierra.
Adrian Bravi, escritor argentino de la lengua italiana, en un libreo que se llama La gelosia della lingua cuenta acerca de una tía que emigró a Argentina en un barco en el que faltó agua potable y donde murieron casi todos los niños de brazos, una tía que podía contar lo vivido en castellano pero al intentar decirlo en italiano, se quebraba porque al evocarlo sus recuerdos tomaba vida propia.
¿Es borde la palabra? ¿O es orilla? ¿O es canto, o línea, o costa, o ribera, o margen? Cada uno tiene sus razones para decir de uno u otro modo porque la lengua es mía, pero no solamente mía.
Esa lengua en la que nuestros recuerdos toman vida propia, en la que podemos razonar y conmovernos, conocer y cuestionarnos, aprender e imaginar, hasta que lo nombrado adquiera vida propia. Porque, como en la parábola que relata Gershom Scholem, aunque no sepamos encender el fuego ni encontrar aquel lugar en el bosque, ni seamos ya capaces de rezar, podemos seguir contándonos unos a otros nuestras historias y la Historia. Perder eso sería perdernos, sería una nueva forma de barbarie.